viernes, 16 de septiembre de 2011

CRITICA DE FABIAN VALLE

EL RAYO EN LA PIEDRA

Supongamos que el pintor es el Demiurgo, que aquello que le es dado no obedece a la gracia divina sino a la sensibilidad de ese gran mago para reunir en torno de sí mismo las fuentes del mundo y de los hombres, y urdir así sus hechicerías, sus sortilegios. Al final, una ficción sostenida con maderitas, cenizas y otras porquerías finalmente molidas.

Más para desparramar con cierta fortuna pigmentos sobre un lienzo, hay que dedicarle años y años; estropear más que treinta camisas; hay que tener un trabajo aparte por aquello del salario, y además, arriesgarse a no gozar mas que de la indiferencia general en esta tierra de impíos y mercachifles bursátiles. Cosas del mundo. El brujo permanece en su sitio pues está al servicio de su necesidad.

Es a la vez el más egoísta, y el más humilde servidor de todos pues a través de sus encantamientos quien quiere se maravilla, y goza, y comprende del mundo lo que es dado comprender.

No hay nada. Nada, solamente son colores, juro. A la distancia parecen cosas, un mar, restos en la piedra. Y no es posible decir mucho más. O mejor dicho, es preferible no decir más nada. Es preciso sentarse con el silencio al borde de la noche, a dejar que todo se manifieste.

Ya se sabe, un sitio es un sitio. Ahí donde el corazón dice que hay una marca, un círculo de sal nos protege.

Todos tenemos uno de esos sitios que son para volver de vez en cuando. El mío es eso que en curriculum figura como “Taller Experimental de Arte” y que de afuera es una casita más, de aspecto inofensivo, en pleno conurbano. Si uno ronda por ahí podrá encontrarse con un turno de niñitos de aspecto no tan inofensivo, y ese olor igual a ningún otro, una mezcla imprecisa de trementina, humedad, arcilla cruda y vaya uno a saber que cosas más. Si les dijera que hasta los hornos de cerámica tienen un olor especial cuando están encendidos, tendrían que creerme, porque es la pura verdad.

Todavía hoy basta que vaya de visita, o que llame por teléfono, para que la primera cosa que Hugo me diga sea: “pero ¿cómo?, ¿cuándo pintás, vos? Un evidente caso de persecución pedagógica, señores del jurado.

Y sin embargo, su motivo es el más sólido: simple placer de sentarse con un pincel en la mano a ver qué pasa, a resolver cuestiones. Una de esas cosas que hay que hacer nada más que porque se disfrutan. Algo así como pasarse indefinidamente horas en un bar con otros vagos hablando de mujeres.

No hay sentido ni verdad, ni belleza mayores que aquello que estremece. No hay otro sentido, ni necesidad, en el acto de pintar.

El juego del mago, como un río, tiene su propia ley que lo arrastra en su cauce, pero (viene cita) nunca es el mismo. Es en la variación infinita, y en la gratuidad del juego donde hay belleza y placer. Entonces, no importa tanto saber que nadie va a venir a adornarte las manos con billetes.

Esta idea es sencilla, de manera que hacer maravilla debería ser muy fácil. Sin embargo lo sencillo es complejo, y lo complejo es sencillo.

La pintura de Hugo, casualmente. Muy pocas cosas dejadas al azar, ningún rebuscamiento, equilibrios en tensión, huellas del movimiento. Y ya.

Cuando era un crío de leche amaba ir a ese lugar.

“-bueno, acá el blanco, acá el negro; ahora mezclás y le dás.” Primeras simples instrucciones a mi total desconcierto. El mate normalmente siempre estaba listo. Normalmente olvidábamos cebarlo.

“-dale, chantún, pintá bien o te reviento.”

En alguna habitación alguien hacía pausadamente, ejercicios de guitarra.

El brujo, el teúrgo, el Gran Imbunche hace una norma de la sencillez, consigo y con sus trabajos. Ahí he visto, o he creído ver, gestos, y animales, y rostros, y desiertos bajo la luna, y luego eran solo grafismos, colores austeramente depositados y rayas y cruces y flechas. Nada mas que eso. Y de repente paredes de arena, lagartos en la espesura, fuego; y el rayo dormido dentro de la piedra en el primer día del mundo.

En ese sitio muchos aprendimos a mirar las primeras cosas. Doy fe.

FABIÁN VALLE

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